El dogma,
sin comprobar claro está, dice que ante los ojos de Dios todos somos iguales,
aunque ya estamos acostumbrados a que un papel sea el que nos diga que somos
iguales (Biblia, Declaración de los derechos del hombre, de la mujer (para que
no nos tilden de machistas), del niño, de la niña (para que no nos tilden de
discriminadores), etc.)
A los ojos
de Dios todos somos iguales. Sigo preguntándome qué tan cierto es. (Caín, Judas
y otros más también debieron preguntárselo). O trastoco la pregunta, o la
respuesta.
En esta vida
no somos iguales. Una verdad a simple vista. Yo no soy igual al vecino ni a mi
hermano, que comparte sangre y aún sin decirlo en sentido físico, sino de
hermandad.
Somos
diferentes, simplemente eso. Diferentes de pensamiento, de cómo vemos al
prójimo, de cómo nos vemos (pregunta ésta que aún no me la he hecho o no me la
han hecho).
Cómo me veo?
Diferente a los demás, a la mayoría. Único
e irrepetible, como me dijeron o leí alguna vez, no recuerdo en dónde,
de quién ni cuándo. Debió ser hace mucho tiempo.
Por eso soy
diferente, en tantas cosas, en mi forma de pensar, de ver la vida, de sentirme
vivo, muy diferente a los demás, por eso sigo pensando que puede que a los ojos
de ese lejano Dios seamos iguales, pero en realidad somos tan diferentes y tal
vez por eso es que el mundo está como está. Nada más pienso y la igualdad no
existe ni siquiera en el cielo, si me atengo a la Biblia, pues hasta los
ángeles son diferentes (ángeles, querubines, serafines, tronos, dominaciones y
ya olvidé el resto de ascendentes y descendentes; sin olvidar también los que
están a la diestra de Dios padre, no hay allí una preferencia? Y si hay
preferencia no hay desigualdad?).
Según la
carta de los derechos, semejando a Dios, también todos somos iguales, pero cómo
de desiguales nos trata la ley, tal vez a semejanza de Dios, en la lejanía,
bonito escrito, realidad diferente e insisto no somos iguales, ni ante Dios, ni
ante la ley, ni ante la justicia; somos diferentes y como tales, la justicia,
la ley y supongo que Dios, nos trata como tales, diferentes, aún ante la
realidad.
Y luego de
escrito lo anterior, para mi eventual contradicción leí a Savater(1) que precisaba:
No hay nada de evidente en eso de que los hombres son iguales. Más bien
todo lo contrario: ¡lo evidente es que los hombres son radicalmente distintos
unos de otros! Los hay cobardes y débiles, fuertes y valientes, fuertes pero
cobardes, débiles pero valientes, guapos, feos, altos, bajos, rápidos, lentos,
listos, bobos… por no hablar de que unos son niños, otros adultos y otros
viejos, o que unos son mujeres y los demás hombres. De las diferencias de raza,
lengua, cultura, etc., no hablaremos por el momento para no liar las cosas
demasiado desde el principio. Lo que quiero señalarte es que lo que salta a la
vista no es la igualdad entre los hombres, sino su desigualdad o, mejor, sus
diversas desigualdades según el aspecto de su físico o de su conducta que
prefiramos considerar. Las primeras organizaciones sociales partieron como es
lógico de esas distinciones tan evidentes entre unos y otros. Las diferencias
se aprovecharon en beneficio del grupo: que el mejor cazador dirija la caza,
que el más fuerte y valiente organice el combate, que el de mayor experiencia
aconseje cómo comportarse en tal o cual circunstancia, etc… Lo importante era
que el grupo funcionase del modo más eficaz posible.
Óleo sobre papel. Espátula. JHB |
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