—Pero, Gertrude —protestó—, ¡no puede haber
pruebas contra la evolución! ¡Es ridículo, por favor!
—Lo que no hay, Marta
—dije yo—, son pruebas de la evolución. Si la teoría de Darwin hubiera sido
demostrada ya —y recordé que le había dicho lo mismo a mi cuñada Ona no hacía
demasiado tiempo—, no sería una teoría, sería una ley, la Ley de Darwin, y no es
así.
—Hombre… —murmuró Marc,
mordisqueando una hierbecilla—, a mí nunca terminó de convencerme eso de que
viniéramos del mono, por muy lógico que parezca.
—No hay ninguna prueba que
demuestre que venimos del mono, Marc —le dije—. Ninguna. ¿O qué te crees que es
eso del eslabón perdido? ¿Un cuento…? Si hacemos caso a lo que nos contaron (…), el eslabón perdido seguirá perdido para siempre
porque nunca existió. Supuestamente los mamíferos venimos de los reptiles, pero
de los innumerables seres intermedios y malformados que debieron existir
durante miles de millones de años para dar el salto de una criatura perfecta a
otra también perfecta, no se ha encontrado ningún fósil. Y pasa lo mismo con
cualquier otra especie de las que hay sobre el planeta.
—¡No puedo creer lo que
estoy oyendo! —me reprochó Lola—. ¡Ahora va a resultar que tú, una mente
racional y analítica como pocas, eres un zopenco ignorante!
—Me da igual lo que digas
—repuse—. Cada uno puede pensar lo que quiera y plantearse las dudas que le dé
la gana, ¿o no? A mí nadie puede prohibirme que pida pruebas de la evolución.
Y, de momento, no me las dan. Estoy harto de oír decir en la televisión que los
neandertales son nuestros antepasados cuando, genéticamente, tenemos menos que
ver con ellos que con los monos.
—Pero eran seres humanos,
¿no? —se extrañó Marc.
—Sí, pero otro tipo de
seres humanos muy diferentes a nosotros —puntualicé.
—¿Y qué pruebas eran esas
que encontraron los fundamentalistas de tu país, Gertrude? —preguntó Lola con
curiosidad.
—Oh, bueno, no las
recuerdo todas de memoria ahorita mismo. Lo lamento. El que estemos hablando
sobre lo que nos contaron los yatiris me ha hecho refrescar viejas lecturas de
los últimos años. Pero, en fin, a ver… —Y se recogió con las manos el pelo
ondulado y sucio, sujetándoselo sobre la cabeza—. Una de ellas era que en
muchos lugares del mundo se han encontrado. restos de esqueletos fosilizados de mamíferos
y de dinosaurios en los mismos estratos geológicos, cosa imposible según la
Teoría de la Evolución, o huellas de dinosaurios y seres humanos en el mismo
lugar, como en el lecho del río Paluxy, en Texas. Y otra cosa que recuerdo
también es que, según los experimentos científicos, las mutaciones genéticas
resultan siempre perjudiciales, cuando no mortales. Es lo que decía antes Arnau
sobre los millones de seres malformados que harían falta para pasar de una
especie bien adaptada a otra. La mayor parte de los animales mutados
genéticamente no permanecen con vida el tiempo suficiente para transmitir esas
alteraciones a sus descendientes y, además, en la evolución, harían falta dos
animales de distinto género con la misma mutación aparecida en sus genes por
azar para asegurar la continuación del cambio, lo que es estadísticamente
imposible. Ellos admiten que existe la microevolución, es decir, que cualquier
ser vivo puede evolucionar en pequeñas características: los ojos azules en
lugares de poca luz o la piel negra para las zonas de sol muy fuerte, o que se
tenga mayor estatura por una mejor alimentación, etc. Lo que no aceptan de
ninguna manera es la macroevolución, es decir, que un pez pueda convertirse en
mono o un ave en reptil o, simplemente, que una planta dé lugar a un animal(1).
Una lectura, desprevenida y las
dudas que se generan pensando uno que lo aprendido en alguna oportunidad era la
verdad revelada, dado que así lo decían los libros –respetados y respetables-,
aunque he de confesar que desde hacía mucho tiempo me preguntaba cómo diablos,
en un momento histórico, lugar determinado y preciso, teniendo en cuenta la ley
de las probabilidades, habían surgido evolucionados un hombre y una mujer que
se encontraron por casualidad a la vuelta de la esquina y habían generado la
especie denominada humana; no tenía explicación racional para mis ignorantes
preguntas, pero influido por la fe, católicamente adquirida, pensaba que si los
sabios lo decían, así era. Pero no, vueltas que da la vida y la pregunta de
antaño resurgió y me hizo dudar de lo aprendido.
Dentro de mis pensamientos se
refrescaron, como digo, dudas pasadas y sigo creyendo que la teoría de la
evolución tiene muchos huecos, pues no veo en qué momento hubo salto genético,
en el mismo sitio, en la misma fecha, generándose una nueva especie desconocida
hasta el momento y un hombre y una mujer se encontraron por casualidad y se
dieron cuenta que con requeñeque podían poblar todo un planeta, siempre que
tuvieran parejas, aunque dicen los que saben que cuando hay requeñeque entre
familiares la especie se degenera (o pregúnteles a los Romanov). Y si no me
cabe en la cabeza ese momento, mucho menos que la misma situación se presentó
al mismo tiempo en otro lugar del planeta tierra –bastante amplio por demás y
sin transporte para completar- como para que los hijos de unos se encontraran
con los de otros y así indefinidamente. Para concluir, me pregunto si no se
hubieran extinguido los dinosaurios habrían generado evolutivamente gigantes?
Sí, ya sé, preguntas bobas de un
completo ignorante como yo, pero qué le vamos a hacer, ese sigo siendo yo!
Cuando
a mediados del siglo XVIII, Jorge Luis Leclerc, conde de Bufón, unió dos ramas
aparentemente distintas, la historia natural y la historia cultural, el estudio
del hombre cambió por completo. Hasta ese momento habíamos sido la especie
elegida y teológicamente éramos más parecidos a Dios que al chimpancé. Leclerc
demostró a los sabios de su tiempo que el hombre era un animal más. Ahora hemos
dado un paso hacia delante, el hombre es un virus mutado que está destruyendo
el único planeta en el que se han detectado formas de vida complejas.(2)
Óleo sobre papel, espátula. JHB (D.R.A.)
(1) Matilde Asensi. El origen perdido.
(2) Mario
Escobar. El papa ario.
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