Su curiosidad, como la de Einstein, a menudo se refería a
fenómenos que la mayoría de individuos de más de diez años ya ni se plantean:
¿por qué el cielo es azul? ¿Cómo se forman las nubes? ¿Por qué nuestros ojos
solo ven en línea recta? ¿Qué es bostezar? Einstein afirmó que le asombraban
cuestiones que a los demás les parecían triviales.(1)
Pensando en los temas que a lo largo
de este blog he venido escribiendo, fuera de noticias o asuntos sociopolíticos
que de alguna manera pican mi lengua, veo que hay un común denominador que son
las nimiedades, las trivialidades de la vida, según el punto de vista que el
lector quiera darle. Maricadas suyas,
dirán algunos conocidos. Es que no tiene
otras cosas en qué pensar? Diría mi mamá. Y sí, lo sé, pero es que tengo
tantas preguntas sin respuestas, tantas respuestas a las que no sé acomodar las
preguntas que me han dado para pasar de los cuatrocientos, cómo llamarlos,
diálogos conmigo mismo?
Parto
inicialmente de definiciones, para saber a qué me atengo. Nimiedad: Cosa inmaterial que tiene poca o ninguna importancia. Y
trivial: Que no tiene importancia,
trascendencia o interés.
Eso me lleva a la sinonimia: insignificancia, nadería, bagatela, fruslería.
Baladí, insignificante, frívolo, fútil, insustancial.
Ante tales definiciones y sinónimos sólo el rubor me
acompaña, pensando que eventualmente mis amigos y mi mamá tendrían razón, pero
hago caso omiso a tales comentarios, porque lo que sí sé es que me encanta
divagar por aquellas intrascendencias que a nadie le interesan, sabiendo que
filosofar no cuesta nada y menos aún cuando uno ya está pensionado.
Eso me lleva al campo anecdótico. Estado en primaria
en alguna clase de ciencias me atreví a preguntar por qué, estando en la
cocina, con el vapor de la olla a presión –porque era la que más vapor
despedía- no se formaban nubes. No sé si el recuerdo se me distorsiona, pero lo
que me quedó grabado fue que el profesor al parecer pensó que estaba mamando
gallo y estaba poniendo a prueba su saber de manera burlesca. Su respuesta,
además de agria, me hizo sentir como un soberano… culo, sin usar eufemismo. Me
hizo sonrojar, me hizo sentir ridículo delante de todos. Y desde ese día dejé
de preguntar en público y de pasada, de intervenir en clase con efectos
académicos, porque para el relajo sí que estaba listo. Ni siquiera en la
universidad preguntaba, al recordar la vergüenza infantil. Ese fue un buen
trauma adquirido por mi inquietud infantil, pues recordaba, estando en la
cocina cómo miraba el vapor, pasaba mi mano para sentirlo, quería comprenderlo,
supongo. Y también creo que quería ver una nube en el techo de la cocina. Pero
bueno, eso fue anécdota, que me quedó bien grabada desde esos doce años que
debía tener. Santo remedio, no hay que preguntar si no se quiere ruborizarse.
Pero continúo, como hoy no me da vergüenza ruborizarme
ante el computador y menos ante los eventuales lectores, la curiosidad que no
se supo cultivar, siempre me ha llevado a preguntas aparentemente triviales, a
preguntas que al parecer no tienen respuesta, que aún no les he encontrado
respuesta, como si existe Dios, como para qué la vida, como si vale la pena
vivir, qué sentido tiene, por qué el cielo es azul, por qué en la cocina no se
forman nubes con el vapor que desprenden las ollas –estas últimas sí tienen
respuesta, basta consultar el doctor Google sin necesidad de ruborizarse-.
Entonces concluyo que ahora –y desde siempre, aunque
siempre en el silencio mudo- seguiré haciéndome preguntas triviales, pensando
en nimiedades que tal vez no conduzcan a nada pero que de pronto dé en el clavo
y se me aparezca Dios y me diga que sí existe. Sorpresas te da la vida, la vida
te da sorpresas!
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