lunes, 1 de julio de 2019

NIMIEDADES Y TRIVIALIDADES

Su curiosidad, como la de Einstein, a menudo se refería a fenómenos que la mayoría de individuos de más de diez años ya ni se plantean: ¿por qué el cielo es azul? ¿Cómo se forman las nubes? ¿Por qué nuestros ojos solo ven en línea recta? ¿Qué es bostezar? Einstein afirmó que le asombraban cuestiones que a los demás les parecían triviales.(1)

            Pensando en los temas que a lo largo de este blog he venido escribiendo, fuera de noticias o asuntos sociopolíticos que de alguna manera pican mi lengua, veo que hay un común denominador que son las nimiedades, las trivialidades de la vida, según el punto de vista que el lector quiera darle. Maricadas suyas, dirán algunos conocidos. Es que no tiene otras cosas en qué pensar? Diría mi mamá. Y sí, lo sé, pero es que tengo tantas preguntas sin respuestas, tantas respuestas a las que no sé acomodar las preguntas que me han dado para pasar de los cuatrocientos, cómo llamarlos, diálogos conmigo mismo?

Parto inicialmente de definiciones, para saber a qué me atengo. Nimiedad: Cosa inmaterial que tiene poca o ninguna importancia. Y trivial: Que no tiene importancia, trascendencia o interés. Eso me lleva a la sinonimia: insignificancia, nadería, bagatela, fruslería. Baladí, insignificante, frívolo, fútil, insustancial.

Ante tales definiciones y sinónimos sólo el rubor me acompaña, pensando que eventualmente mis amigos y mi mamá tendrían razón, pero hago caso omiso a tales comentarios, porque lo que sí sé es que me encanta divagar por aquellas intrascendencias que a nadie le interesan, sabiendo que filosofar no cuesta nada y menos aún cuando uno ya está pensionado.

Eso me lleva al campo anecdótico. Estado en primaria en alguna clase de ciencias me atreví a preguntar por qué, estando en la cocina, con el vapor de la olla a presión –porque era la que más vapor despedía- no se formaban nubes. No sé si el recuerdo se me distorsiona, pero lo que me quedó grabado fue que el profesor al parecer pensó que estaba mamando gallo y estaba poniendo a prueba su saber de manera burlesca. Su respuesta, además de agria, me hizo sentir como un soberano… culo, sin usar eufemismo. Me hizo sonrojar, me hizo sentir ridículo delante de todos. Y desde ese día dejé de preguntar en público y de pasada, de intervenir en clase con efectos académicos, porque para el relajo sí que estaba listo. Ni siquiera en la universidad preguntaba, al recordar la vergüenza infantil. Ese fue un buen trauma adquirido por mi inquietud infantil, pues recordaba, estando en la cocina cómo miraba el vapor, pasaba mi mano para sentirlo, quería comprenderlo, supongo. Y también creo que quería ver una nube en el techo de la cocina. Pero bueno, eso fue anécdota, que me quedó bien grabada desde esos doce años que debía tener. Santo remedio, no hay que preguntar si no se quiere ruborizarse.

Pero continúo, como hoy no me da vergüenza ruborizarme ante el computador y menos ante los eventuales lectores, la curiosidad que no se supo cultivar, siempre me ha llevado a preguntas aparentemente triviales, a preguntas que al parecer no tienen respuesta, que aún no les he encontrado respuesta, como si existe Dios, como para qué la vida, como si vale la pena vivir, qué sentido tiene, por qué el cielo es azul, por qué en la cocina no se forman nubes con el vapor que desprenden las ollas –estas últimas sí tienen respuesta, basta consultar el doctor Google sin necesidad de ruborizarse-.

Entonces concluyo que ahora –y desde siempre, aunque siempre en el silencio mudo- seguiré haciéndome preguntas triviales, pensando en nimiedades que tal vez no conduzcan a nada pero que de pronto dé en el clavo y se me aparezca Dios y me diga que sí existe. Sorpresas te da la vida, la vida te da sorpresas!

Óleo sobre papel. Espátula JHB (D.R.A.)




(1) Walter Isaacson. Leonardo Da Vinci. La biografía.

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