Por estar pasando canales, en búsqueda del mejor distractor al aburrimiento, me encontré con un desfile de modas de los grandes modistos del mundo (Chanel, Saint Laurent, Dior y demás) en donde lo más llamativo son sus vestuarios, de los que sinceramente no me pondría (pues un pobre jamás podrá hacerlo) ni acompañaría a alguien que los luciera, por lo estrambóticos, rimbombantes y ridículos que resultan ser.
Ese fue el primer
pensamiento que tuve. Pero luego me concentré en las modelos y de todas las que
pudieron pasar por mis ojos, no había ni una sola que pudiera llamarse bonita,
que valiera la pena pasear la mirada ante la belleza. Ni una sola, todas ellas
muy comunes, pero dentro de las comunes, ninguna bonita. Y agregado a esa
falencia, mujeres con miradas perdidas, con mirada de bacterióloga (como
decíamos en algún tiempo pasado), esa mirada que ve al resto de la raza humana por
debajo de sí mismas. Además huesudas (como diría mi mamá, sin carne),
anoréxicas, de las que uno teme que se caigan y se rompan en mil pedazos. Los movimientos
medidos, pasos calculados, mirada fija en el infinito, creyéndose diosas de las
que sienten que solo les debemos respeto.
Esos dos ingredientes,
ropaje y postura, crean un arquetipo que piensan que la gente del común
admirará y seguirá, copiará y venerará (aunque es cierto que las hay las que
desean emularlas), pero que, para la gente común como yo, para nada envidian,
por ser arquetipos que no lograrán ser emulados, por falta de plata o por tener
el concepto de belleza en un rango más alto o como en mi caso, por las dos
razones, entre otras, porque no llegan ni a prototipo.
Pobres mujeres,
pensé y ellas dirán de mí, pobre hombre. (Así quedamos empatados,
etiquetándonos mutuamente).
Fueron
sobremanera imitativos, pero el instinto del juego sólo estaba levemente
desarrollado y el sentido del humor casi estaba ausente del todo. El hombre
primitivo se sonreía ocasionalmente, pero nunca se entregaba a la risa
vigorosa. El humor fue un legado de la raza posterior de Adán.[1]
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