Dentro de la normalidad se esconde la
anormalidad al volverse esta última la primera. Y no nos damos cuenta de lo que
sucede, porque todo se vuelve muy normal y a veces es muy tarde.
En algún momento la anormalidad vino a mi mente.
En el parque en el que tradicionalmente divago, lo normal era ver mariposas de
diversa índole, moscas y bastantes abejas, que durante el recorrido iban de
allí para allá, se posaban en las flores, revoloteaban, daban espectáculo de su
magnificencia. Hablo de no hace más de cinco años. Con el transcurso de los
días comencé a notar que ya esos seres no eran tan numerosos como los tenía
registrados en mis recuerdos. Sin embargo esa anormalidad pasó a convertirse en
mi normalidad y ya no me causaba curiosidad el fenómeno.
Recuerdo también que hace muchos años cuando
se emprendía un viaje a tierra caliente en el recorrido debía pararse varias
veces para limpiar el panorámico del vehículo o constantemente se tenían que
poner los parabrisas, como forma de mantener limpio el vidrio y poder de esa
manera ver claramente la carretera. Esa era una constante en aquellos años.
Curiosamente en los últimos viajes realizados me llamó la atención que el
panorámico no se ensuciaba para nada, salvo el polvo que se impregnaba por el
largo camino. Pensé inicialmente que la modernidad de las carreteras había
variado acomodándose la naturaleza a ellas.
Qué equivocado estaba, lo que sucedía era que
las especies aquellas se estaban desvaneciendo sin darnos cuenta. No es que sea
un ecologista, pero el parque me dio la lección que tenía que ver, de cómo lo
anormal se estaba imponiendo volviéndose normal y sutilmente, en este caso,
iban desapareciendo las especies tan necesarias.
Cómo
cambian los tiempos imperceptiblemente y eso me llevó a una lectura de una
escritora de mediados del siglo XIX, doña Soledad Acosta, quien para esos años
ya notaba los cambios: El lugar que el Virrey Espeleta escogía siempre para
los días de solaz y descanso era la villa de Guaduas entonces hermosa y
próspera población, que se encuentra situada en mitad del camino de Facatativá
y Honda, en un hermosísimo y pintoresco valle poblado de huertas y de árboles
frutales, regado por tres ríos orillados por juncos y elegantes guaduas
(bambús). Cosechaba la población plantaciones de caña de azúcar, trapiches, y
productivos arrozales. Se gozaba de clima sano y apacible y sus habitantes eran
particularmente hospitalarios, bondadosos y amables. ¡Hoy todo ha cambiado! la
población ha disminuido en lugar de crecer, su clima ya no es sano y sus
habitantes han perdido la alegría y su vitalidad que les distinguía[1].
Cambiaba la gente, cambiaban las costumbres, el clima, el trabajo, todo
cambiaba, pero nadie se daba cuenta, porque todo se volvía normal, lo que
desaparece deja de existir y la conciencia lo olvida.
Hoy
no vi en mi paseo cotidiano ninguna abeja, ninguna mariposa y eso sí que es
preocupante.
Tenía un nudo enorme en la garganta, una bola
difícil de deshacer e imposible de tragar. Le habría encantado contar con el
asidero de la religión, con el consuelo del rezo y de la promesa de la vida
eterna, pero no era así. Su corazón sólo era una víscera más y sabía que los
veintiún gramos que la creencia popular aseguraba que perdía un cuerpo al morir
no era el alma iniciando su viaje hacia el más allá, sino el último soplo de
aire que le quedaba al desgraciado que acababa de perder la vida. Estaba convencida
de que el ser humano necesita tan desesperadamente creerse inmortal, es tan
cobarde ante la muerte, que es capaz de dotar al alma de algo tan palpable como
un peso concreto. Lo que nadie se pregunta es cuánto pesa la culpa, o el
remordimiento. ¿Te liberas de ello al morir? ¿El cadáver se aligera aún más al
dejar salir todos los pesares? ¿Y la felicidad? ¿Es medible la alegría? ¿Cuánto
peso pierden los restos mortales de un buen tipo? En caso de que existiera, y
siguiendo la misma lógica estúpida de la primera afirmación, un alma
atormentada debería pesar mucho más que el espíritu de un inocente. En resumen,
chorradas, decidió.[2]
[1] Biografía del General Antonio Nariño.
Soledad Acosta de Samper.
[2]
Bajo la piel. Susana
Rodríguez Lezaun.