La
luz del crepúsculo de la ciudad, y el rumor del tráfico se filtraba en el
cementerio a través de los muros y las enormes ramas que se alzaban sobre
aquellas tumbas olvidadas. La paz de la muerte lo rodeaba por todos lados.
Allí
el tiempo se detenía.
Allí
el tiempo no tenía nada que hacer.[1]
Mi proclividad ha sido la de visitar cementerios,
buscar curiosidades, fotografiar la soledad, sentir ese silencio frío propio de
los cementerios, pensando en todos los que allí están, sin estarlo ya; pensando
en el olvido que en su mayoría hoy son. Sus lápidas les delata cuando el
abandono es patente.
Pronto
quedarían en el olvido sus vidas y sus destinos, sus alegrías y sus penas. Todo
terminaría diluyéndose en el silencio eterno, enterrado bajo un montículo en el
cementerio, en un lugar que jamás visitaría nadie, salvo el soplido del viento
sobre la hierba.[2]
Pensando
también en los conocidos que pueden estar allí, esperando que su nombre sea
mencionado para revivir al menos durante esos momentos en que el recuerdo
aflora, al saberse olvidados luego de cruzar el umbral que dirigió los pasos a
ellos con ese adiós transeúnte. Los adioses a los amigos siempre son
terribles. Mientras pasan los años son cada vez más los amigos a los que hemos
visto partir hacia la oscuridad de la muerte y muchas veces, al morir gente
cercana, uno se pregunta por qué el destino los escogió a ellos y no a otros,
culpables de tantos desmanes, prepotencias y maldades. Pero la lotería de la
vida tiene ese signo irracional, contra el cual es imposible apostar.[3]
Los cementerios siempre me han llevado a la reflexión
que terminan concluyendo con el eterno: y todo para qué. … estaba al lado de
la fosa, aguantando aquel horrible frío, intentando encontrar el sentido de
todo aquello, de la vida y de la muerte. Como siempre, no encontraba respuesta.
No existían respuestas definitivas para la soledad de la vida entera que ahora
yacía en aquella urna. (...) La vida era un amasijo de casualidades sin
propósito, y esas casualidades regían los destinos de los hombres, igual que
una tempestad que se desata de repente y causa destrucción y muerte. (…) pensó
en Marion Briem y en su historia común, que ahora había terminado. Sintió
nostalgia y remordimientos. Hasta aquel momento, mientras sostenía la urna
entre las manos, no se había dado cuenta de que ya había terminado. Pensó en su
relación y en sus experiencias compartidas, en una historia que era parte de él
y a la que no quería ni podía renunciar. Esa historia era él mismo.[4]
Y sin respuestas, el silencio se va conjugando con el
silencio mismo del cementerio y solo me queda una pregunta que me inquieta: Y
yo, ahora, no sé qué hacer con el futuro que me queda.[5]
[1] En el
abismo. Arnaldur
Indriðason.
[2] Arnaldur
Indriðason. Naturaleza hostil.
[3] La memoria y el olvido. Leonardo
Padura.
[4] Invierno ártico. Arnaldur
Indriðason.
[5] Los hombres mojados no temen la
lluvia. Juan Madrid.
[6] Hipotermia. Arnaldur
Indriðason.
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