La mayoría de las cosas que suceden a nuestro alrededor pasan sin dejar sombra de lo acaecido. Pasan y no somos conscientes de ellas. A veces los recuerdos las afloran, la mayoría de veces como fugaz pensamiento que se evapora nada más llega a la conciencia, dejando solo una estela del inicio de recuerdo, sin llegar a concretarse.
Sea
la vejez la que nos hace retrotraer el momento, sea por momento de lucidez lo
que permite captarla en su esencia.
Frank
Pourcel ha sido el responsable de poder captar lo imperceptible de una música
oída a lo largo de los años pero que de alguna manera me hizo consciente de la
belleza que había en su música (lo mismo puedo predicar de Ray Conniff, de Paul
Mauriat y de todos los grandes que dirigieron afortunadamente las orquestas de
mi época) y que hoy me acompañan en mis momentos de soledad y lectura.
Una
canción, no recuerdo su nombre, me involucró con la imperceptibilidad con que
las había escuchado, a pesar de que en cada instante de haberlas oído ejecutar
me conmovían. Disfruté del momento de oír la suavidad de esa música, sentir la
batería que le acompañaba, a pesar de no ser la dominante, el ritmo que
infundía el violín, la guitarra, el piano y en el caso de Ray Conniff, los
coros susurrantes que igualmente daban vida a la composición.
Y
una sola canción, como estrella fugaz, he de confesar, me trajo recuerdos de
diferentes épocas de mi vida, todos llegando como estelas sin concreción, solo
recuerdos llegados como instantáneas de vida y eso, de por sí, ya me hizo
sentirme conforme con la vida y proseguir en ella.
Momentos fugaces,
sentimiento de música, música sentida, todo ello hace que, así se evaporen tan
rápido como llegaron, se sienta uno satisfecho con la vida.
Bueno,
ya sabes, cuando el diablo se hace viejo, se vuelve religioso.[1]
[1] La princesa de hielo. Camilla Läckberg.
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