Alargó
la mano atravesando el límite invisible de la puerta. Tenía una hermosa mano
masculina, grande y fuerte.
El anterior párrafo me llevó a la
reflexión. Hace cuánto tiempo no saludo de mano? Lo digo porque uno de
pensionado va perdiendo la sociabilidad, va perdiendo amistades por los
devenires de la vida y con los pocos con los que se cruza son tan escasos que
no hay tiempo de saludo de manos, así como tampoco ha habido ocasión de conocer
nuevas personas a las cuales saludar de mano.
Y hoy la moda se ha impuesto, la de
saludar de beso a cualquier desconocido, ya no se puede coger el codo porque ni
la mano se da. Y eso me llevó a acordarme de los diferentes saludos que antaño
se tenían, de acuerdo con la condición social, a la distancia, a la intimidad
entre conocidos y entre amigos. A las mujeres se les saludaba de acuerdo con la
ocasión, se esperaba a que tendieran la mano, el contacto no podía superar
ciertos segundos, en ocasiones se les saludaba tomándose mutuamente las muñecas
o bien con la mano se acogía el codo, pero hoy, como dije, con ellas es de beso
aún entre desconocidos, siendo uno un total desconocido. Cosas que se ven.
Y pensando en manos las había de
todo tipo, escurridizas, resbaladizas, férreas, fuertes, duras, aguadas (mi
mamá decía que era como saludo de babosa), húmedas, ásperas (se reconocía en
las de los trabajadores de campo o de actividades fuertes de mano), de todo
tipo las había, dentro de mis recuerdos. Y las había hasta odiosas. Yo odiaba
tener que saludar de mano a alguna personalidad, me hacía sentir
intrascendente, en la medida en que ni siquiera él sabía a quién saludaba, un
saludo obligatorio pero intrascendente, uno más en una lista, por lo que
generalmente mantenía yo el bajo perfil (es decir, me hacía el pendejo) y así
evitaba un contacto personal. Ni siquiera lo miraban a uno a los ojos, odioso
saludo obligado. —No soy nadie. Nunca lo he sido para vosotros. ¿Qué importa
ahora mi nombre? Nunca lo habéis querido saber antes. ¿Qué importa ahora quién
sea yo o lo que haga?[2]
Y también había un saludo muy
particular, en el que uno dejaba de ser un anónimo así fuera por un instante.
El saludo aquél en que la otra persona acogía la mano de uno con sus dos manos,
generalmente cálidas, casi siempre obteniendo una sonrisa, lo que hacía del
saludo algo especial.
Saludos de saludos, hasta en eso se ha evolucionado, quién lo creería. Ahora el solo puñito, puñito y dedos, codo con codo, y las maromas que hacen los jóvenes para darse un mero saludo (acompañado de sus consiguientes palabrotas). Quién lo creería.
Que quede
claro: yo no era mejor que los demás, si bien algunas veces intentaba
concederme algo de dignidad.[3]
[1] Testigo Involuntario. Gianrico Carofiglio.
[2] Los asesinos del emperador.
Santiago Posteguillo.
[3] Testigo Involuntario. Gianrico
Carofiglio.
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