lunes, 22 de agosto de 2016

UN HOMBRE, UN APRENDIZ


En la cima de la alta montaña permanecía un hombre al que le decían sabio, cuidador de la montaña, protector de la tierra. Siempre se encontraba en permanente estado de meditación, mientras divisaba la magnificencia del paisaje, foco de concentración. Desde allí podía divisar lo divino y lo humano, ser testigo del mundo que le había sido encargado.

Llegar a la cima demandaba mucho esfuerzo, demasiado para un hombre común. Por eso la distancia que les separaba.

Al pie de la gran montaña, un aprendiz se debatía entre su deseo de llegar a la cima y quedarse en ella o no intentarlo y permanecer bajo su sombra. Era su anhelo, pero también su indecisión. No sabía si era merecedor de tanta gloria ni siquiera sabía si podría lograrlo. Pero tenía que preguntárselo al sabio que sabía le esperaba en la cima.

Para acceder a la cumbre era preciso tomar el camino que indicaba que era para los iniciados. 6.666 escalones labrados por igual número de monjes, allá en la eternidad del pasado. Sin descanso alguno porque los escalones no daban lugar a un descanso. Habían sido construidos con el especial cuidado para que no se pudiera descansar en ellos, eran escalones empinados en que solo cabía un pie, una persona, un designio, un final.

El viento se empezaba a sentir a partir de los primeros mil escalones y advertían que tal dificultad acompañaría desde ese punto al caminante que no conociera el objetivo. Un fuerte viento frío, más bien gélido, poco ayudaba a una travesía justa.

El mundo no era justo. Había que poner de su parte.

El aprendiz, cuando se decidió, inició ese largo camino, porque sabía que necesariamente debía subir si quería respuestas.

Lo inició con temor, pensando únicamente en la pregunta que debía hacerle al sabio. Dudaba entre las mil y una formas en que debía formular la pregunta, porque había oído que si no lo hacía de la manera adecuada sería despachado, sin más juicio y pensaba que sus congéneres ya no le apreciarían. Esos fueron sus primeros pensamientos al empezar el ascenso. Luego, sus pensamientos se trocaron por la fatiga que hicieron surgir la duda de que no pudiera llegar a tiempo, luego por el temor a llegar a deshoras, más adelante… fue cuestión de supervivencia, a cada escalón subido, una ráfaga de viento demasiado fuerte le hacía tambalear y con ellos, sus pensamientos y aún sus propias indecisiones.

Cada paso, como ascenso a la gran montaña, le quitaba el aire, ahogaba sus pulmones, deshacía el oxígeno necesario. El ascenso se hacía cada vez más agitado, no podía más, creyó que no podía más y decidió regresar sin haber culminado.

No supo que sólo le faltaban 666 escalones y lo hubiera logrado. Al menos habría llegado a la cima.

El sabio que todo lo observaba, sospechó desde el inicio que ese aprendiz no llegaría, pero intuía que lo intentaría nuevamente, no juzgaba porque no le era dable hacerlo. Solo testimoniaba lo que su alma veía.

Meses después, movido por la curiosidad y el temor a quedarse como un aprendiz más, se decidió por intentarlo nuevamente. Le inquietaba la pregunta sobre su verdadero merecimiento de compartir la cumbre y eso no le daba descanso a su mente.

Volvió a tomar el camino que indicaba que era el de los iniciados. Y en su mente sólo tenía la preocupación de cómo formularle la pregunta al sabio que le esperaba arriba. A cada paso, una nueva forma de pregunta nacía y así surgieron 6.666 interrogantes que, esta vez, a pesar del abatimiento, cansancio y ahogamiento de la primera vez que se experimenta, hizo que lograra llegar. Por estar concentrado en la pregunta había olvidado la falta de oxígeno y el mismo cansancio.

En la cima fue recibido por el beatífico monje, quien le inquirió sobre el objetivo de su ascenso. El aprendiz, desubicado y más muerto que vivo, logró responderle:

-    -       Señor, lo he olvidado.
-    -       Baja y regresa cuando estés listo, simplemente respondió el sabio.

Y así fue, había fallado y sabía que no había derecho a réplica alguna; sin estar escrito, sabía que así era y así se debía aceptar, acatar con responsabilidad, sin excusas, sin eufemismos.

Regresó al convento, extenuando, quejándose en silencio por la estupidez en que había incurrido al olvidar la pregunta, pero no por ello perdió las esperanzas de volver a intentarlo.

Y así lo hizo el aprendiz una y otra vez, siempre preocupado por la pregunta que quería expresarle al sacerdote de la cima y siempre era despachado con la misma respuesta al olvidar el recuerdo de la pregunta que debía hacer:
-    
- -         Baja y regresa cuando estés listo. Fue la respuesta una y otra vez.

Algún día ya descorazonado se decidió por una nueva subida, porque sentía que tenía que intentarlo una vez más, con una sola pregunta, sin dudas, sabiendo que el monje le recibiría y le tendría respuesta.

Como siempre, el aprendiz tomó el camino de los iniciados, ya conocía la subida, por las tantas veces que lo había intentado, ya conocía en dónde comenzaba el jadeo, en dónde los vientos eran fuertes, en dónde esquivarlos, en dónde la falta de oxígeno se hacía más opresiva, pero también había aprendido a como contrarrestar todas estas arideces que le hacía la exigente subida y a concentrarse en el objetivo.

Durante el ascenso decidió dejar la pregunta para el final del camino, para los últimos pasos y así concentrarse en el camino y en el viaje que le esperaba. Para ello comenzó con el primer paso, al que decidió llamar uno y así fue en subida y se encontró al final que eran 6.666 escalones los que había subido. Mientras llevaba la cuenta, fue centrándose en los detalles, en la forma como los cielos le acompañaban, en los susurros del fuerte viento, en el paisaje que le rodeaba, sin centrarse en ver hacia delante y menos, hacia atrás. Un paso a la vez, un pensamiento a la vez, un número en sucesión.

Y llegó a la cima, donde le esperaba el monje. Al verle lo tuvo claro, la pregunta no importaba, no era lo importante, descubrió que no había pregunta y al no haber pregunta, la respuesta era intrascendente.
-    
- -      Maestro, he llegado, se limitó a decirle.

- -      Has llegado, estás listo. Respondió el monje y corriéndose, le abrió campo en su banca.


Foto: JHB (D.R.A.)

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