En la cima de la alta montaña permanecía un
hombre al que le decían sabio, cuidador de la montaña, protector de la tierra.
Siempre se encontraba en permanente estado de meditación, mientras divisaba la
magnificencia del paisaje, foco de concentración. Desde allí podía divisar lo
divino y lo humano, ser testigo del mundo que le había sido encargado.
Llegar a la cima demandaba mucho esfuerzo,
demasiado para un hombre común. Por eso la distancia que les separaba.
Al pie de la gran montaña, un aprendiz se debatía
entre su deseo de llegar a la cima y quedarse en ella o no intentarlo y
permanecer bajo su sombra. Era su anhelo, pero también su indecisión. No sabía
si era merecedor de tanta gloria ni siquiera sabía si podría lograrlo. Pero
tenía que preguntárselo al sabio que sabía le esperaba en la cima.
Para acceder a la cumbre era preciso tomar el
camino que indicaba que era para los iniciados. 6.666 escalones labrados por
igual número de monjes, allá en la eternidad del pasado. Sin descanso alguno
porque los escalones no daban lugar a un descanso. Habían sido construidos con
el especial cuidado para que no se pudiera descansar en ellos, eran escalones
empinados en que solo cabía un pie, una persona, un designio, un final.
El viento se empezaba a sentir a partir de los
primeros mil escalones y advertían que tal dificultad acompañaría desde ese
punto al caminante que no conociera el objetivo. Un fuerte viento frío, más
bien gélido, poco ayudaba a una travesía justa.
El mundo no era justo. Había que poner de su
parte.
El aprendiz, cuando se decidió, inició ese largo
camino, porque sabía que necesariamente debía subir si quería respuestas.
Lo inició con temor, pensando únicamente en la
pregunta que debía hacerle al sabio. Dudaba entre las mil y una formas en que
debía formular la pregunta, porque había oído que si no lo hacía de la manera
adecuada sería despachado, sin más juicio y pensaba que sus congéneres ya no le
apreciarían. Esos fueron sus primeros pensamientos al empezar el ascenso.
Luego, sus pensamientos se trocaron por la fatiga que hicieron surgir la duda
de que no pudiera llegar a tiempo, luego por el temor a llegar a deshoras, más
adelante… fue cuestión de supervivencia, a cada escalón subido, una ráfaga de
viento demasiado fuerte le hacía tambalear y con ellos, sus pensamientos y aún
sus propias indecisiones.
Cada paso, como ascenso a la gran montaña, le
quitaba el aire, ahogaba sus pulmones, deshacía el oxígeno necesario. El
ascenso se hacía cada vez más agitado, no podía más, creyó que no podía más y
decidió regresar sin haber culminado.
No supo que sólo le faltaban 666 escalones y lo
hubiera logrado. Al menos habría llegado a la cima.
El sabio que todo lo observaba, sospechó desde el
inicio que ese aprendiz no llegaría, pero intuía que lo intentaría nuevamente,
no juzgaba porque no le era dable hacerlo. Solo testimoniaba lo que su alma
veía.
Meses después, movido por la curiosidad y el
temor a quedarse como un aprendiz más, se decidió por intentarlo nuevamente. Le
inquietaba la pregunta sobre su verdadero merecimiento de compartir la cumbre y
eso no le daba descanso a su mente.
Volvió a tomar el camino que indicaba que era el
de los iniciados. Y en su mente sólo tenía la preocupación de cómo formularle
la pregunta al sabio que le esperaba arriba. A cada paso, una nueva forma de pregunta
nacía y así surgieron 6.666 interrogantes que, esta vez, a pesar del
abatimiento, cansancio y ahogamiento de la primera vez que se experimenta, hizo
que lograra llegar. Por estar concentrado en la pregunta había olvidado la
falta de oxígeno y el mismo cansancio.
En la cima fue recibido por el beatífico monje,
quien le inquirió sobre el objetivo de su ascenso. El aprendiz, desubicado y
más muerto que vivo, logró responderle:
- - Señor, lo he olvidado.
- - Baja y regresa cuando estés listo, simplemente respondió el sabio.
Y así fue, había fallado y sabía que no había
derecho a réplica alguna; sin estar escrito, sabía que así era y así se debía
aceptar, acatar con responsabilidad, sin excusas, sin eufemismos.
Regresó al convento, extenuando, quejándose en
silencio por la estupidez en que había incurrido al olvidar la pregunta, pero
no por ello perdió las esperanzas de volver a intentarlo.
Y así lo hizo el aprendiz una y otra vez, siempre
preocupado por la pregunta que quería expresarle al sacerdote de la cima y
siempre era despachado con la misma respuesta al olvidar el recuerdo de la
pregunta que debía hacer:
-
- - Baja y regresa cuando estés listo. Fue la respuesta una y otra vez.
Algún día ya descorazonado se decidió por una
nueva subida, porque sentía que tenía que intentarlo una vez más, con una sola
pregunta, sin dudas, sabiendo que el monje le recibiría y le tendría respuesta.
Como siempre, el aprendiz tomó el camino de los
iniciados, ya conocía la subida, por las tantas veces que lo había intentado,
ya conocía en dónde comenzaba el jadeo, en dónde los vientos eran fuertes, en
dónde esquivarlos, en dónde la falta de oxígeno se hacía más opresiva, pero
también había aprendido a como contrarrestar todas estas arideces que le hacía
la exigente subida y a concentrarse en el objetivo.
Durante el ascenso decidió dejar la pregunta para
el final del camino, para los últimos pasos y así concentrarse en el camino y
en el viaje que le esperaba. Para ello comenzó con el primer paso, al que
decidió llamar uno y así fue en subida y se encontró al final que eran 6.666
escalones los que había subido. Mientras llevaba la cuenta, fue centrándose en
los detalles, en la forma como los cielos le acompañaban, en los susurros del
fuerte viento, en el paisaje que le rodeaba, sin centrarse en ver hacia delante
y menos, hacia atrás. Un paso a la vez, un pensamiento a la vez, un número en
sucesión.
Y llegó a la cima, donde le esperaba el monje. Al
verle lo tuvo claro, la pregunta no importaba, no era lo importante, descubrió
que no había pregunta y al no haber pregunta, la respuesta era intrascendente.
-
- - Maestro, he llegado, se limitó a decirle.
- - Has llegado, estás listo. Respondió el monje y corriéndose, le abrió
campo en su banca.
Foto: JHB (D.R.A.)
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